He perdido la noción del tiempo deambulando por estos insaciables pasillos. La luz es cenicienta y constante, sin ningún tipo de variación. No hay día ni noche aquí dentro.
Los pasillos son de hormigón, como de diez metros de altura y entre una pared y otra hay apenas dos metro de separación. A veces llegan a tener un largo de aproximadamente cinco mil pasos. Los he contado muchas veces. Lo que equivale a unos tres kilómetros y medio. Entonces se llega a un cruce donde se bifurcan en dos, en tres o en cuatro alternativas. Siempre he elegido las que conducen sólo a más y más corredores de hormigón.
Me mueve la esperanza, ya vana, de encontrar la salida. Cuando entré a esta construcción demencial, me dijeron que existía una salida y que tarde o temprano daría con ella.
Lo único que interrumpe la atroz monotonía de este paisaje gris es la aparición repentina de algunos nombres escritos con tiza blanca en las murallas de los pasillos(*). Eso me da cierta esperanza, pienso que algún día quizás encuentre a quienes corresponden esos nombres.
Cada tanto encuentro un cuenco con agua, un pan y una fruta. Lo mínimo para subsistir. Hace tiempo que la ropa se ha deshecho en jirones y camino desnudo. Aquí no se siente ni frío ni calor. He pensado que se deben abrir ciertas puertas secretas y alguien desde afuera coloca los alimentos en el lugar preciso donde aparecen. Pero después de tanto andar sé que aquí no hay nadie y que es el mismo laberinto el que produce mis alimentos y mis sensaciones. Donde me sorprende el cansancio me acurruco y duermo. No suele ser un sueño reparador. A veces sueño que estoy fuera del laberinto con mi gente, pero esos sueños terminan siendo la peor de las pesadillas.
He llegado a creer que lo único que ha existido siempre ha sido el laberinto y que mi vida anterior no fue más que un sueño que el mismo laberinto urdió para confundir mi imaginación y mi esperanza.
Sobre los nombres escritos con tiza, he pensado -con cierta melancolía- que un día encontraré el mío, entonces me sentaré a contemplarlo, quizás con alguna emoción, y dejaré de recorrer los interminables pasillos para esperar la muerte.
(*) Algunos de los nombres que he encontrado escritos con tiza blanca: Hans, Eli, Sandra, Doc, C.Punto, Magdalena, Elisa de Cremona, Angelorum, Juania, Pinacho, Nina, Mavra y otros que ya no recuerdo. Esos nombres, durante largas jornadas, han sido un verdadero consuelo.
La foto es de una escultura de Vicente Gajardo. Museo de Bellas Artes, Santiago 2003.