Este es el peor de los realitys posibles, el más cruel de todos. Me disfrazaron de Minotauro y me soltaron en un laberinto controlado por invisibles y omnipresentes cámaras. La cebeza de toro terminó siendo real, igual que mi espanto.
Me dan de comer tres veces al día y una vez al mes sueltan a unas jóvenes a quienes debo devorar. Así lo dicen los reglamentos que gobiernan esta pesadilla. De una de esas mujeres destinadas a ser mis víctimas me terminé enamorando y no sé cómo me las arreglé para que saliera de la maligna construcción sin que las autoridades de afuera se dieran cuenta.
Soy esta puesta escena: un tipo deambulando todo el santo día por interminables corredores, alimentándose, haciendo sus necesidades, durmiendo sobre la piedra, hablando solo y una vez por mes dándose el banquete de sangre. Si me gustan las mujeres que me traen, ahuyento mi tristeza, trato de seducirlas y tener sexo con ellas, al menos para quebrar la monotonía de mis días. A pesar de la repugnancia que inspira mi forma dual, las muchachas se esmeran en darme placer; se ilusionan por la posibilidad de escapar de aquí o al menos de conservar la vida. Si no me gustan, las mato, pero tratando de que sufran lo menos posible. Generalmente me entregan hembras más feas que agraciadas, porque ellos quieren ver más sangre que ternura. Pocas veces uso mis manos o el hacha de doble filo. Prefiero dejarlas morir de hambre (así se terminan ajustando a los horribles cánones de belleza anoréxica, tan en boga) aunque sus carnes pierdan toda consistencia a la hora de alimentarme de ellas. Nunca pensé que llegaría a tales extremos de crueldad y de horror, pero han sido ellos los que me han empujado a este estado de cosas.
Deambulo triste por estos interminables pasillos donde abunda el engaño. Para darme algún consuelo suelo escribir el nombre de mi amada en las paredes. A veces lo hago con mi propia sangre infringiéndome heridas con algún resto de lata oxidada que encuentro por ahí. Varias veces al día escribo su nombre, como tratando de llamarla. Ella prometió que regresaría a rescatarme de este horrible cautiverio. Esa esperanza es lo que me mantiene vivo e impide que use el hacha contra mí mismo y acabe de una vez con todo esto.
En días como hoy, en que la lluvia cae desaprensiva en estos corredores grises, me digo que será imposible salir de aquí y más imposible aún que ella me encuentre y que juntos demos con la salida. Mis esperanzas sucumben también cuando trato de ubicar algunos de los nombres de mi amada que he escrito en las inmensas paredes, pero no los encuentro. Los he escrito miles de veces, pero nunca he vuelto a encontrarlos. Aquí todo está destinado a extraviarse y a que los crueles espectadores disfruten del espectáculo.
Foto unsologato